Hay un restaurante en el corazón de Madrid que parece un museo romántico. O que lo es. Se llama Lhardy, y está en el número 8 de la carrera de San Jerónimo, tras una espectacular portada -se puede apreciar mejor desde la acera opuesta- labrada en caoba de las Antillas. En uno de sus salones privados empieza en 1866, reinando Isabel II, mi novela El maestro de esgrima: una cena entre un banquero y un ministro. Y, naturalmente, una conspiración. Con tales época e ingredientes, en una historia abiertamente galdosiana como ésa, el escenario no podía ser otro que Lhardy: dos tercios del siglo XIX y todo el XX entre sus paredes decoradas con cuadros venerables y antiguos espejos donde se reflejó no poca trastienda de la historia política y cultural de España. Políticos, banqueros y artistas aparte, entre los escritores que lo frecuentaron y mencionaron en sus obras se cuentan Alejandro Dumas, Mesonero Romanos, Campoamor, Valle-Inclán, Azorín, Julio Camba y Ramón Gómez de la Serna, por ejemplo. Pero sobre todo, don Benito Pérez Galdós; quien, que yo recuerde, menciona Lhardy en cuatro de sus Episodios Nacionales y dos de sus novelas. Por lo menos.
Lhardy fue el restaurante favorito del marqués de Salamanca: el banquero español más poderoso de su tiempo. Él lo puso de moda, allí hizo negocios y recibió a sus amigos, y en uno de sus salones se celebró la famosa comida que sentó a la misma mesa al todopoderoso marqués y a siete escritores bohemios, entonces desconocidos y pobres como las ratas. También allí, cuenta la nutrida leyenda lhardiesca, acudía de incógnito ese regio putón verbenero llamado Isabel II, ornato de nuestras monarquías, a comer con su amante de turno en el reservado del salón blanco mientras su augusto marido, Francisco de Asís de Borbón, Paquita en la intimidad -«La noche de bodas llevaba más encajes y puntillas que yo misma», afirmó su legítima-, hacía un punto de cruz primoroso en el dormitorio real del palacio de Oriente. A lo largo de dos siglos, reyes, nobles, financieros y políticos frecuentaron Lhardy y conspiraron en sus elegantes salones. Sobre todo en el japonés, favorito del dictador Primo de Rivera. Allí, entre platos exquisitos servidos en porcelana de Limoges y acompañados de los más selectos chateaux franceses, se derrocaron monarquías, se prepararon elecciones, se designó a presidentes y ministros de dos Repúblicas, y se dispusieron candidatos para la Real Academia Española. Incluso la Guerra Civil, período lógicamente difícil para el local, tuvo su anécdota famosa: la...