En el condado de Allez había un hombre llamado Bornet que se había casado con una honrada mujer de bien, cuyo honor y reputación tenía en gran estima, como creo que ocurre con todos los maridos aquí presentes con respecto a sus mujeres. Pretendía que su mujer le fuera fiel, pero no que la ley fuese igual para los dos, y se enamoró de la doncella, no teniendo más temor que no quisiera aquélla corresponder a su amor. Tenía este hombre un vecino con quien le unía tal amistad que ya lo habían compartido todo, excepto la mujer. El nombre de su vecino era Sandras y su oficio costurero y sillero. Por estos motivos de amistad le confesó los proyectos que tenía sobre la doncella, el cual no sólo lo encontró bien sino que quiso ayudar a llevar a buen fin la empresa, esperando tomar parte en el festín.
La doncella, presionada por todas partes, y viendo debilitarse sus fuerzas, fue a decírselo a su señora, rogándole le diese permiso para volver con sus padres, pues no podía vivir en este tormento. La señora, que quería mucho a su marido y que ya tenía sospechas, se alegró de haberle ganado esta ventaja y preparó a la doncella:-Escucha, amiga mía, poco a poco id confiando a mi marido y dale seguridad de acostaros con él en mi vestidor, y no olvidéis decirme la noche que va a avenir, pero prestad atención para que nadie sepa nada.
La doncella hizo lo que su señora le había ordenado y el amo se puso tan contento que fue a decírselo a su compañero, el cual le rogó le reservase lo que le sobrara. Hizo esta promesa, y cuando llegó la hora, el señor fue a acostarse con la doncella como él esperaba. Pero su mujer, que había renunciado a la autoridad y a mandar por el placer de servir, se puso en lugar de la doncella y recibió a su marido, no como esposa, sino como joven extrañada, y tan bien lo fingió que su marido no se dio cuenta. No sabría deciros quién estaba más contento de los dos: si él de engañar a su mujer o ella de engañar a su marido. Y cuando hubo estado con ella salió de casa y fue en busca de su amigo, más joven y fuerte que él, y le dijo haber encontrado la mejor mujer que nunca viera:
-¿Recordáis lo que me habíais prometido? -dijo su amigo.
-Id pronto -dijo el señor-, no vaya a suceder que se levante o que mi mujer vaya a darse cuenta.
El amigo fue y encontró la misma doncella a quien el marido no reconociera. Ella, creyendo que era su marido, no lo rechazó; de suerte que él prefirió no hablar no fuera a ser descubierto. Permaneció con ella más tiempo que su marido, y la mujer se maravillaba, pues no estaba acostumbrada a tales noches. De todos modos tuvo paciencia, regocijándose sobre la escena que le haría al día siguiente y de la burla que iba a hacer de él.
Hacia el alba el hombre se levantó y al separarse de la cama, jugueteando, le arrancó un anillo que ella tenía en su dedo y era el que el marido le diera en sus esponsales. Este anillo es para las mujeres del país motivo de superstición, y son muy honorables las mujeres que guardan el anillo hasta la muerte y, por el contrario, si por azar se pierde, la mujer es despreciada como si se hubiera entregado a otro que no fuera su marido. Ella sintió contento de que se lo llevase, pensando que sería testimonio seguro del engaño de que su marido había sido víctima. Cuando el amigo fue a buscar al marido éste le preguntó:
-¿Y bien?
Respondió el amigo que era de su misma opinión, y que si no hubiera temido la llegada del día se hubiera quedado allí. Y así se fueron los dos a descansar. Al día siguiente, al levantarse el marido, vio el anillo que su amigo llevaba en el dedo, igual completamente al que él había entregado a su mujer en señal de matrimonio, y le preguntó quién se lo había dado. Cuando oyó que lo había arrancado del dedo de la doncella se extrañó mucho y empezó a darse golpes con la cabeza en la pared diciendo:
-¡Ah, Dios mío! ¿Me habré hecho cornudo a mí mismo sin que mi mujer sepa nada?
Su compañero, para consolarle, le dijo: -Puede ser que vuesa mujer le diera el anillo anoche a la doncella.
El marido corrió a su casa y encontró a su mujer más bella, más contenta y más radiante que de costumbre, contenta de haber podido salvar el honor de su camarera y de haber apurado a su marido sin perder nada más que el sueño de una noche. El marido, al verla de tan buen talante, pensó:
-Si supiera mi suerte no tendría tan buena cara.
Y hablando con ella de varias cosas, la tomó de la mano y notó que no llevaba el anillo, que nunca se quitaba. Entonces, con voz temblorosa, preguntó:
-¿Qué habéis hecho del anillo?
Pero ella, muy contenta de que él sacase esa conversación, le dijo:
-¡Oh, el más malvado de todos los hombres! ¿A quién creéis que se lo habéis quitado? Pensasteis que fue mi doncella, por cuyo amor habéis malgastado el doble de los bienes que habéis gastado en mí. Pues la primera vez que habéis venido a acostaros os he juzgado tan enamorado de ella que era imposible pensar en más. Pero después que salisteis y volvisteis a entrar parecíais un diablo sin orden ni medida. ¡Oh, desgraciado! Pensad en la ceguera que os guiaba a alabar mi cuerpo y mis carnes, de las que venís gozando vos solo durante tanto tiempo sin manifestar estimarlos. No es, pues, la belleza y las carnes de mi doncella las que os han hecho gozar placer tan delicioso; es el pecado infame y la horrible concupiscencia que quema vuestro corazón y que alteran vuestros sentidos hasta el extremo que por amor a esta doncella os trastornasteis tanto que hubierais confundido una cabra con sombrero con una joven bella. Hora es, marido mío, de corregiros y conformaros conmigo, sabiendo que os pertenezco y que soy una mujer de bien, seguro de que no soy una malvada. Lo que he hecho no ha sido más que para sacaros de un mal paso, para que a la vejez vivamos en buena amistad y reposo de conciencia. Pues si queréis continuar con la vida pasada prefiero separarme de vos que asistir cada día a la ruina de vuestra alma, vuestro cuerpo y vuestros bienes. Pero si os decidís a abandonar esto y vivir según la ley de Dios, olvidaré vuestras faltas pasadas como quiero que Dios olvide mi ingratitud de no amarle como debo.
El pobre marido se sintió desconcertado y desesperado al ver a su mujer, tan bella, casta y honesta, abandonada por una que no le amaba, y lo que era peor, haberla hecho mala sin saberlo ella y hacer partícipe a otro de un placer que no era más que suyo. Por estas razones se encontró a sí mismo cornudo con burla perpetua. Pero viendo a su mujer bastante atormentada con el amor que había demostrado a la doncella, se guardó muy bien de decirle la mala pasada que le había jugado y le pidió perdón con la promesa de cambiar enteramente su mala vida. Le devolvió su anillo, que pidiera a su amigo. Pero como todas las cosas dichas al oído son pregonadas algún tiempo después la verdad fue conocida y le llamaban cornudo, sin vergüenza para su mujer. FIN |