En cambio, como reacción a la exportación de las ideas revolucionarias, surgió en los territorios alemanes el concept devolkgeist. La reacción a la revolución fue plantear que los habitantes de un lugar no se encuentran movidos por ningún contrato sino por una Historia común, con un espíritu que mueve las acciones de ese pueblo. Es un concepto hegeliano, ya que el volkgeist concreta el Weltgeist o espíritu del mundo. Por ello, la única forma de integración del individuo es la nación. De esta forma, además, se crea la conciencia de que es imposible realizar ningún acto más allá de este espíritu, impidiendo cambios en las estructuras mentales.
Las dos posiciones no son inocentes. Al identificar Herder o Michelet a la nación con la persona, los nacionalismos (sean cuales sean) mantienen un doble sentido: crean un discurso de clase pero, al mismo tiempo, son los supuestos garantes de valores autóctonos que se alzan frente al "otro". Una verdadera democracia, pues, es la que identifica a todos los integrantes de la ciudadanía como legítimos depositarios de la soberanía, y no únicamente por motivos esencialistas. Es conveniente tener en cuenta que para Hegel, geist significaba algo más que espíritu, era la conciencia propia de uno mismo, mostrando así el racionalismo que impregnaba la génesis de esta idea. No debe reducirse a un debate entre una visión romántica del llamado "pueblo" o una visión racional. Ambas lo son, lo que enfrentan es un modelo reaccionario de afirmación de Derechos Históricos frente a los Derechos Humanos.
La utilización de estos emblemas identitarios puede resultar peligroso y hasta lastrar de forma interesada el devenir de un país. El volkgeist que se ha asociado tradicionalmente a España desde que existe la educación pública y la difusión de ideas ha sido variable, pero hay dos que han sido recurrentes. No voy a hablar del triunfalismo o el victimismo que han sido oscilantes, ya sea en esa historia épica en la que sólo se narran nuestras grandes batallas y figuras históricas, o bien el derrotismo que nos acompaña desde la Paz de Westfalia. Los dos paradigmas más repetidos son el del "¡Que vivan las caenas!" y el de Rinconete y Cortadillo.
En el primer caso, se trata de un lema de los absolutistas españoles que dejaron en 1814 que el regresado rey Fernando VII tuviera un carro tirado no por caballos, sino por personas "del pueblo". Así, se plasmaba el rechazo a la Constitución de 1812 y todo lo que ella significaba. Contrato social vs Volkgeist. Al asentar la idea de que un pueblo tiene un espíritu inmanente, unas tradiciones que no se pueden cambiar (lo cual es falso, la tradición muta constantemente como reconoce, entre otros, Lenclud), se abre un canal para introducir elementos como éste. Se manifiesta una voluntad paternalista sobre la "nación", que queda subyugada a los designios supuestamente virtuosos del gobernante.
De esta forma, se consolida entre los españoles la falsa idea de que es imposible que por sí mismos puedan llegar a contratos sociales (por ejemplo, la repetición constante de que es imposible una república en España por el supuesto fracaso de las dos anteriores, cuando en Francia han colapsado cuatro repúblicas, la mayor parte por errores en su política), y por tanto que es necesario tener siempre una figura que vele por nosotros. Ahí están las constituciones timoratas de 1845 o 1876, las figuras de los monarcas de la Restauración, la presentación de Franco como "caudillo" y hasta Juan Carlos I que casi fue convertido tras el oscuro intento de golpe de Estado en 1981 como pater patriae. Se ha vertido sobre los españoles que las "caenas" son buenas, que somos ingobernables y por tanto nos gusta el "padrecito".
Este componente se une al segundo, al de la picaresca representada por Rinconete y Cortadillo, Lazarillo de Tormes o cualquier otra figura al uso. Consiste en consolidar un tópico esencialista por el cual el español es pícaro por naturaleza, todos, desde el noble al plebeyo, desde el rico al pobre. En este concepto, convivimos en un Patio de Monipodio (lugar de reunión de ladrones y pillos en Sevilla según Cervantes) donde cada cual busca sacar tajada individualista de la situación. No es de extrañar, por tanto, que la corrupción nunca haya preocupado realmente en nuestro país. Hemos asumido que todos los monarcas eran corruptos, y sus ministros, y todos los políticos sin excepción, porque todos lo hemos pretendido o lo somos en algún momento. Se genera una suerte de "protocolo de actuación" asimilado a unvolkgeist irrenunciable, que no se puede cambiar, que es inherente al "ser español".
Pero sí hemos tenido y tenemos políticos honrados (alguno, créanme), y por supuesto no todos los ciudadanos españoles aspiran a vivir en el Patio de Monipodio. Es más, muchas veces, fenómenos como la piratería son consecuencia de malas políticas culturales o de gestión de impuestos. Y otras veces, como el caso de los aparcacoches conocidos como "gorrillas" en Sevilla, por la existencia de redes de extorsión cuya extinción no interesan a los poderes políticos.
Es fácil ver que a las elites gubernativas les interesa que se asienten estas dos ideas: a) los españoles son corruptos y por tanto no pasa nada por tener estructuras corruptas a todos los niveles; y b) para evitar que puedan darse cambios y alteraciones, es bueno tener una figura paternalista que nos encabece, no necesariamente con dotes de líder. Por ello, que a nadie le extrañe si mira alrededor y ve exactamente eso. Eso sí, no se dejen engañar, todo es una farsa. No existe ningún espíritu transhistórico que obligue a un pueblo a repetir sus estructuras políticas o de comportamiento, ni tampoco premisas esencialistas que justifiquen el expolio de la riqueza común. Existe la posibilidad de cambiar las cosas, pero hay que luchar por ellas.